Es difícil hablar de hacer teatro o de escribir teatro porque íntimamente siento que hablar presupone una traición a la verdad, pero entiendo más el teatro cuando lo escribo y cuando lo pongo en escena y lo puedo ver, que cuando intento explicarlo. Cuando hablo (y escucho hablar) comienzan a aparecer los comentarios inteligentes sobre como se hace, o como debería ser el teatro. Sabemos que muy poco de esto sirve en definitiva. En realidad no se suele ver en la escena lo que tan bien se explica o se fantasea fuera de ella. Lo único que queda es intentar producir verdad en sus innumerables formas y matices. Hay que intentar encontrar la verdad simplemente porque es revolucionaria, y será solo ese trabajo inmensamente prolijo y ordenador de un caos lo que se sentirá como verdadero. No importa tanto qué forma estética adopte finalmente como tampoco el tema que desarrolle. Hay que recordar siempre: un objeto vulgar atravesado por una simple mirada, inesperada para el tiempo que corre, permitirá que se pueda re-significar. ¿Si no por qué, a pesar de sentir muchas veces que perdemos el tiempo en una sala de teatro, seguimos concurriendo? Quizás porque recordemos –en alguna función, en alguna obra– haber descubierto algo que nunca habíamos observado en tal dimensión por estar simplemente inmersos en nuestra realidad hogareña. Una realidad en la que aseguramos imaginar domésticamente. Una realidad que creemos conocer todos los días porque la transitamos con seguridad y prudencia. Pero también se trata de una realidad que, nosotros, la humanidad, lo humano frente a la escena puede lograr desarticular. Y sí llegamos frente a la función, y de pronto miles de años se interrumpen, esa alteración nos hará conocer algo de nuestra existencia para poner en duda los principios, no solo del arte, sino de lo que es en definitiva “la realidad”. Y ahí es dónde yo agradezco y justifico la existencia del teatro.


DANIEL VERONESE

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