F. Scott Fitzgerald : “El Gran Gatsby”


Reseña de Mario Vargas Llosa


Al final de su vida, en un texto autobiográfico, Scott Fitzgerald escribió de su personaje Jay Gatsby: “Es lo que siempre fui: un joven pobre en una ciudad rica, un joven pobre en una escuela de ricos, un muchacho pobre en un club de estudiantes ricos, en Princeton. Nunca pude perdonarles a los ricos el ser ricos, lo que ha ensombrecido mi vida y todas mis obras. Todo el sentido de Gatsby es la injusticia que impide a un joven pobre casarse con una muchacha que tiene dinero. Este tema se repite en mi obra porque yo lo viví”.


Toda novela es un complejo laberinto de muchas puertas y cualquiera de ellas sirve para entrar en su intimidad. La que nos abre esta confesión del autor de El gran Gatsby da a una historia romántica, de esas que hacían llorar. Un muchacho modesto se enamora de una bella heredera con la que no puede casarse por las insalvables distancias económicas que los separan: fiel a ese amor de juventud, luego de conseguir por medios lícitos lo que parece una fortuna, multiplica las extravagancias y el despilfarro a fin de recuperar a la muchacha de su corazón; cuando parece que va a lograrlo, el destino se interpone para impedirlo, precipitando un oportuno holocausto. Al cabo, el paisaje es el mismo del principio: una sociedad injusta e implacable donde las razones del bolsillo prevalecerán siempre sobre las del corazón. Según Hemingway, Scott Fitzgerald vivió fascinado por los ricos, a quienes creía “distintos” de los demás seres humanos. Pero lo cierto es que, en El gran Gatsby, el mundo de las mujeres y hombres con fortuna no parece distinguirse de manera esencial del de los otros mortales, salvo por detalles cuantitativos: casas más grandes, caballos, autos más modernos, etcétera. De tal manera que si aquello que Hemingway le atribuyó -y tan cruelmente, en la parodia que hizo de él en su relato Las nieves del Kilimanjaro-, vivir obsesionado por la superioridad que confería la riqueza, era cierto, en esta novela al menos, Scott Fitzgerald no lo demostró / A no ser por esta frase de El gran Gatsby: ”Una cosa es segura y nada lo es más: los ricos crían riqueza, y los pobres crían… hijos”.
La novela de Scott Fitzgerald es, también, eso, pero si sólo fuera eso no habría durado más que otras del género “amor imposible con derramamiento de sangre al final”. Hijastro de una larga genealogía literaria, Gatsby es un hombre al que un agente fatídico, inflamando su deseo y su imaginación, pone en entredicho con el mundo real y dispara hacia el sueño. Como al Quijote las novelas de caballerías y a Madame Bovary las historias de amor, a Gatsby son Daisy y su entrevisto mundo de gentes ricas los que le hacen concebir un mundo sustitutorio del real, una realidad de pura fantasía que, luego intentará filtrar en la realidad objetiva, encarnar en la vida. Con el transcurso de la novela vamos descubriendo, antes de llegar a su entraña melodramática y fatalista, que la realidad está hecha de imágenes superpuestas, que se contradicen o matizan unas a otras, de modo que nada en ella parece totalmente cierto ni definitivamente falso, sino dotado de una irremediable ambigüedad. Nadie es lo que parece, por lo menos por mucho tiempo, todo lo es de manera muy provisional y según la perspectiva desde la cual se mire. Esa provisionalidad de la existencia y el relativismo que caracteriza a la moral y a las conductas de sus personajes resulta, acaso, lo más original que tiene esta novela y lo que testimonia mejor sobre la realidad del mundo que la inspiró.



“Y así vamos, adelante, botes que reman contra la corriente, incensantemente arrastrados hacia el pasado” (Ibd. F. Scott Fitzgerald).-

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